El propósito de este ensayo es doble, por un lado, mostrar una etnografía breve de la conmemoración de una fecha in-feliz: La masacre de campesinos en Putis, ejecutado por los militares del Ejército Peruano, el 13 de diciembre de 1984. Cómo este acontecimiento nos lleva pensar las particularidades que tuvo la guerra interna en el Perú, a través de la memoria de los familiares directos o sobrevivientes, a quienes entrevistamos durante la peregrinación y el entierro de los féretros. Por otro lado, resaltar, que aún queda por exhumar muchos otros casos como Putis, y que esto es solo el comienzo, que hace necesario la búsqueda y la investigación humanitaria para la recuperación y restitución de los cuerpos victimados, para que los familiares puedan enterrarlos en la forma como deseen, como un acto de justicia restaurativa de parte del Estado peruano.
Un día antes del entierro, se dio inicio a la peregrinación, desde la ciudad de Ayacucho, en una caravana de camionetas y microbuses, con destino a las montañas alto-andinas de Putis. Los 92 féretros viajaban en un camión rojo, cubierto con una tela de color negro, en son de luto, adornados cuidadosamente con flores coronados. Nuestra primera parada fue en el pueblo de Huanta, donde nos recibieron una multitud de gente, entre autoridades, pobladores y estudiantes. En la Plaza del pueblo se pronunciaron representantes de instituciones estatales y de organizaciones de Derechos Humanos, así como de las organizaciones afectadas por la violencia política. La ceremonia culminó con presentaciones artísticas, donde destacó Iber Maraví, presidente de Frente de Defensa de Ayacucho, que hizo gemir su guitarra y concertó su voz para cantar con clamor, en memoria de las víctimas de Putis:
Más de veinte años, escondieron el horror,
cubrió con tierra el asesino, su crimen contra un pueblo,
con nuestras sangrantes manos, de escarbar dentro la tierra,
encontramos los cuerpecitos, que antes de morir clamaron:
¡No nos maten jefecitos!
Seguimos nuestro recorrido serpenteantemente en ascenso hasta llegar al pueblo de San José de Secce, donde pasamos la noche. En la Plaza nos acoge el frío helado de los Andes, pero con el calor humano que lo caracteriza a los pobladores del lugar. Acompañamos la vigilia en memoria de los deudos. Los familiares corearon cantando huaynos y alabanzas evangélicas, mientras los músicos sueltan melodías fúnebres con sus instrumentos: el arpa, violín, bandurria y clarinetes.
La mañana siguiente, trayecto a Putis conversamos con Gerardo Fernández, Alcalde de este pueblo, quien perdió a sus familiares en la masacre y denunció desde un comienzo la existencia de las fosas comunes en Putis. Él, como otros testigos, recuerda que mucho antes de la masacre, habían incursionado los senderistas, miembros del grupo armado de Sendero Luminoso (SL), quienes “mataron a las autoridades”, luego han entrado los militares, quienes también comenzaron a matar a “gente inocente”, diciendo: “son terrucos”. Ante esta situación los senderistas obligaron a los pobladores de Putis y de otras comunidades hacer la retirada hacia los cerros, diciendo “escápense, salgamos a los cerros”. Aquí vivían en penurias, con miedo, “sin ropa” y “los niños morían de hambre”. Cuando los militares establecen su base en Putis convocan a los campesinos retornar al pueblo, diciendo: “preséntense a la base, hemos venido para prestarles seguridad”. Fue entonces, refiere el Alcalde de Putis: “nos hemos presentado bajando de la parte alta a la base, yo no estuve allí, pero mi familia había bajado, entonces, ese día a ellos les han matado, por sus ganados” (traducción del quechua).
Otro de nuestros entrevistados, Sergio Condoray, quien perdió a más de cuarenta de sus familiares –sin duda fue la familia que más muertos tuvo–, refiere también que la masacre fue por robo de ganados, con la colaboración de pobladores de comunidades vecinas, quienes “incentivaron a los militares”, diciendo: “esta gente es terrorista, estos son así, hay que matarlo y llevarnos sus animales” (traducción del quechua). En efecto, los pobladores se presentaron ante la base, junto con sus ganados. En la mañana del 13 de diciembre, obligaron a los varones cavar la fosa “piscigranja”, separando a los niños y ancianos, mientras las mujeres eran ultrajadas. Cuando la estrategia de los perpetradores quedaba lista, entonces, los dispararon a matar para luego inhumarlos en la fosa excavada por los mismos campesinos.
Aunque la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) estipuló la existencia de 123 víctimas identificadas en las fosas, sólo 28 de los 92 restos recuperados fueron identificados por los peritos del Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF). Según los expertos, 38 cadáveres son de niños y 10 de adolescentes ¿Qué razón había para matar a niños y a mujeres embarazadas? Imaginar esa barbarie puede ser doliente, cuando eran ultimados mientras las víctimas suplicaban –probablemente– parafraseando la canción de Iber Maraví:
¡No nos maten jefecitos! No hicimos nada, tengan piedad.
No nos hagan cavar la tierra, si no hay nada que sembrar.
No maten a las mujeres, ¡no!, no a nuestros hijitos, ¡no!
No a mi campesinito lindo, que está en el vientre de mi amada…
El día del entierro, bajamos del carro, en las faldas de una de las montañas que encierra a la comunidad de Rodeo, para descender a paso lento con la compañía de los familiares. Los acompañantes cargaron los féretros, hasta llegar donde se encontraban los nichos en el Campo Santo, mientras los camarógrafos buscaban el mejor ángulo para fotografiar las dos filas largas de ataúdes cargados por la gente. Al término de la peregrinación nuevamente hubo discursos de diversas personalidades. Mientras tanto la mayoría de los familiares continuaban procesando su dolor, diciendo: “al menos enterraré sus huesos”. Otros familiares sentían una resignación, porque no fueron identificados sus deudos. Es el sentir de Nicolasa Gamboa: “Estoy otra forma, como extraña, seguro que está sus huesos, ¿en cuál de los ataúdes estará yendo mi padre?”, se pregunta (traducción del quechua).
Foto 1: El entierro de las víctimas de Putis en el Campo Santo de la Comunidad de Rodeo,
29 de agosto de 2009.
Pasado el medio día del 29 de agosto de 2009, comenzó el entierro, siendo la primera en ser sepultada, el ataúd de Filomena Madueño. Los familiares vestidos con sus ropas típicas de la zona, con sus rostros entristecidos, le dieron un último adiós a sus deudos, después de casi 25 años de búsqueda. Los “caminos negros” de las almas de las víctimas dejaran de penar. Ahora descansaran en Paz en un Campo Santo en las montañas. Sus familiares podrán acudir para dejarle flores y velas.
Foto 2: El cuerpo de Rogelio Condoray Ccente, junto a su madre y su hijo, 29 de agosto de 2009Pero quedan todavía por remover la tierra “muchos Putis”, para conocer la verdad, saber lo que pasó. El caso de Putis puede ser el inicio para restituir el cuerpo de muchos desparecidos que yacen en fosas comunes. En Putis, si bien se ha entregado los restos recuperados a sus familiares para su entierro digno, pero aún no ha iniciado el proceso de judicialización, porque el Ministerio de Defensa no quiere entregar los nombres de los militares que cumplieron servicio el año en que ocurrieron los hechos, pero al menos se ha cumplido con una parte de sus exigencias. Sus otras demandas son: reparaciones individuales, justicia y la continuación de exhumaciones, puesto que hay cinco fosas más exhumar en toda el área del Centro Poblado de Putis. Y para algunos pobladores la construcción de la piscigranja como parte de la reparación colectiva son ironías del destino, cuando sus deudos fueron hallados a pocos metros en una falsa “piscigranja”. Son muchas las razones por las que el Estado peruano está en deuda con Putis.
Según el Informe Final de la CVR, hay más de 4,000 sitios de entierro clandestino en todo el país ¿Qué hacer en este caso? Se hace necesaria la investigación forense con fines humanitarios, que tenga como interés primordial la restitución de los desaparecidos –y esto no va en detrimento de los procesos judiciales–, para dar una respuesta rápida a los requerimientos de los familiares. El no saber la suerte de sus deudos es algo que mata, no solo la esperanza de no encontrarlos, sino también, a los mismos familiares, porque en el tránsito de sus luchas van feneciendo y la posibilidad de poder encontrar al desaparecido también muere, y entonces ya no tendremos la memoria viva de los familiares, que guardan la información social y biológica del desaparecido, entonces, simplemente pasan al olvido y los responsables quedan impunes.